Goleta Elisabeth. A 5 de abril de 1781, año de nuestro señor.
“Zarpamos hace doce días de la Isla de Gorea con leve marejada y brisa de poniente. La mar estaba en calma pero conforme nos adentrábamos en el océano, el viento arreció y se encrestaron las olas. Tanto, que ahora la carga zozobra. No solo las provisiones de la bodega se bambolean, también la mercancía en los calabozos. Aun así, dudo que naufraguemos, el barco está en buenas manos. Contamos con una tripulación bien curtida, compuesta por viejos lobos de mar que cruzaron sus primeras cinco mil millas hace ya muchos soles. De ahí, sus tatuajes: El ancla en el bíceps, la golondrina en el antebrazo, las cruces en la planta de los pies… Todos tienen su significado y claman hazañas mejor que un mordisco de tiburón o una cicatriz de arma blanca en el hombro.
El capitán Lutton tiene buen ojo, los eligió uno a uno de entre la maraña de bravucones que merodeaban por la taberna. Salvo a Oyuma, que es cocinero por accidente. Un percance te cambia la vida y que el anterior pelapatatas enfermara de paludismo fue su golpe de suerte. Diría que se siente afortunado, parece valorar su nueva condición. Y aun así me inquieta… Cada vez que escucha algún gemido bajo las rejas, noto que le hierve la sangre. Cierto, sus ojos no se inmutan, pero están sumidos en la oscuridad. Son sus manos de ébano las que le delatan, apretando los nudillos hasta clavarse las uñas. Con pasos lentos y pausados, el cocinero se abre paso entre los barriles al compás de un débil tintineo. Es por el grillete del tobillo que sigue arrastrando como un fantasma, Lutton le puso el cascabel al gato. Porque Oyuma es libre, pero no del todo y por muy bien que prepare el cazón con mijo, no deja de ser un salvaje."
Goleta Elisabeth. A 17 de abril de
1781, año de nuestro señor.
“Zozobramos a merced de la tempestad durante cuatro largos días lo que nos desvió de la ruta cartografiada en los mapas y el timonel hubo de corregir el rumbo virando trece grados a babor con el viento en contra para alcanzar así la corriente del Golfo. Una vez enderezado el barco, como contramaestre di orden de desplegar la verga y el trinquete. Ahora navegamos a toda vela surcando el azul inmenso. Qué dicha contemplar desde cubierta el henchido de la gavia, sentir en la cara el picor del aire salado salpicándome los labios. Y halagar mi oído con el susurro de las caracolas.
Ante tan buenas perspectivas, el Capitán Lutton hace gala de un humor excelente. Y es que, valga la ironía, esa misma borrasca que casi nos despedaza también jugó a nuestro favor, en cierto sentido. Con la furia del oleaje, eludimos un barco pirata musulmán y sus sables de media luna. También despistamos al cazanegreros de John Hawking que venía persiguiendonos desde nuestra escala en las Azores. Durante el resto de la travesía no se esperan contratiempos y dios mediante, tomaremos tierra en Kingston a primeros de mayo. Con el bombardeo de las plantaciones de Virginia por parte de la flota británica, subirá el precio del café Blue Mountain, precisarán más esclavos en los cafetales y nos pagarán bien. Y para celebrarlo, Lutton nos invita a sus más allegados a cenar esta noche en su camarote y como siempre, tratará de sorprendernos… Me consta que el capitán sabe divertirse y en el banquete nos dejará boquiabiertos.
A todo esto, Lutton se ha encaprichado con una joven congoleña, ha ordenado bañarla y arrojar al fuego sus harapos. Ahora luce un vestido bordado de lino que vale más de lo que nos darían por ella en el mercado. Es la elegida y por eso ayuda a Oyuma con el rancho en vez de cazar ratas, a gatas, para comérselas. Si es una chica lista, sabrá corresponder a tanta generosidad y complacerá al capitán sin demasiados remilgos.”
Goleta Elisabeth. A 18 de abril de
1781, año de nuestro señor.
"La cena fue suntuosa, Oyuma nos deleitó con un asado de avestruz en bandeja de plata que serviría Wanda a los comensales. Al reclinarse, olimos su piel tostada suave como las rosas y la recorrimos con la mirada encendida por cada recodo de su cuerpo. Tan solo cubierta a la altura de la cadera por las plumas monocromas de aquel ave magnífica, la muchacha encorsetada parecía querer volar… Pero no podía, pues es bien sabido que las avestruces apenas levantan los pies del suelo. Corren como endemoniadas y cuando las pillan, se dejan hacer y esconden la cabeza. Y al parecer, Lutton se había quedado con hambre. Tras las viandas, sugirió a Oyuma que tocara el tambor mientras Wanda bailaba para nosotros la danza del cortejo. Una cosa llevó a la otra y se cepillaba a la bailarina antes de los postres. Sobre el mantel, bajo un candil, la devoró a la vista de todos. Y una vez saciado, la apartó de un empujón y rio sin ganas. Tal como prometió, nos ofrecía un fabuloso espectáculo.
Ebrio como estaba, subió a cubierta para despejarse la cabeza. Pasó una hora y en vistas de que no volvía, barruntamos si una ola de costado le habría arrojado por la borda. De modo que brindamos por él con ron blanco de primera, así nos despedíamos de un marino que moría tragado por la mar. Sencillamente, había llegado su hora. Justo entonces reapareció Wanda, tapada de pies a cabeza, honrándonos con un nuevo manjar de muslos confitados. Antílope flambeado, pensé de primeras. Claro que no repararía hasta chupar el hueso en aquel tatuaje dibujado sobre la piel de las sobras: Un puñal de plata atravesando una rosa negra. ¿O era a la inversa?
De pronto, me quedé helado. Pensé en la seda de las rosas y sus espinas, gráciles y diminutas. Calibré el dudoso arte de desflorar, tan impropio de caballeros… Tragué saliva. Y como lo que pasa en altamar se queda en altamar y las reglas del marinero difieren de tierra firme, rebañé el plato. Y ya puestos, no pude sino felicitar a Oyuma por un guiso suculento, macerado en ron Appleton de Jamaica. Naturalmente, su favorito".